LA FRONTERA DE LA SÁTIRA
Escrito por Heikan
En 1729, el autor irlandés Jonathan Swift publicó una de las obras más representativas del género de la sátira: el ensayo titulado Una Propuesta Modesta para Evitar que los Hijos de los Pobres Sean una Carga para sus Padres o su País, y para que Sean Útiles al Público. El texto comienza con una descripción detallada de las penurias que viven los irlandeses pobres, un sector de la población rutinariamente olvidado por la aristocracia. Una vez establecida la difícil situación de vulnerabilidad, así como la falta de interés por parte del gobierno y aristócratas para hacer algo al respecto, Swift ofrece su modesta propuesta: que los pobres vendan a sus hijos como comida para los ricos.
“… al primer año de edad, un niño saludable y bien criado puede ser un alimento delicioso y nutritivo, ya sea en estofado, asado, al horno o hervido; y no dudo que puede servirse igualmente en un fricasé o en un guisado.”
Al leerlo, el público debe confrontar dos posturas que, aunque coexistan en su interior, son moralmente insostenibles: aborrecer la idea del canibalismo infantil y seguir manteniendo un sistema de explotación que somete a los sectores vulnerables. El propósito del texto, y de la sátira en general, es el de visibilizar esta contradicción moral. Ya en un sentido más idealista, se podría argumentar que la sátira también pretende provocar un cambio en la sociedad, puesto que el impacto de la obra satírica se mide en la cantidad y magnitud de las reacciones que genera en su audiencia. En todo caso, si hay una cosa que la sátira no debe hacer jamás es dejar indiferente al público.
Pero, ¿qué sucede cuándo un país ha aprendido a vivir con la contradicción moral?
Desde hace más de 20 años, la trayectoria del cineasta Luis Estrada se ha caracterizado por llevar a la gran pantalla historias satíricas que evidencian la corrupción del sistema político mexicano, así como la viciosa relación que tienen las instituciones de este país (Iglesia, prensa, industrias y televisoras) con los círculos de poder interesados en mantener un violento status quo, lo cual ha provocado un estancamiento en el progreso social, económico y cultural de nuestro país.
Puntualmente, las cintas de Estrada han ridiculizado las estrategias de corrupción y control del PRI (La Ley de Herodes, 1999); las consecuencias colaterales de las políticas neoliberales (Un Mundo Maravilloso, 2006); el caos, descontrol y violencia que desató la guerra contra el narco (El Infierno, 2010) y el control del monopolio televisivo sobre la agenda pública (La Dictadura Perfecta, 2014). Cada una de estas películas ha dado de qué hablar en el momento de su estreno e incluso algunos conceptos, frases y personajes han logrado quedarse en el imaginario colectivo debido al éxito y aceptación que han tenido dentro de la audiencia mexicana.
Pero hay algo que siempre me ha causado conflicto con estas películas, y no sé en qué medida es responsabilidad del director o de su puesta en escena, ya que tiene más que ver con una reacción que he visto repetida en varios de sus espectadores: “No, ps sí es cierto. Tal cual, así estamos.”
Lo que Estrada muestra en la pantalla no es más que un reflejo de sucesos que ya son parte de la cotidianeidad de México. A pesar de contar con personajes ficticios, los paralelismos con la vida real son tan flagrantes que la barrera de la ficción resulta burda y caricaturesca, de manera similar, en cierto sentido al trabajo de los moneros en la prensa nacional. Sin embargo, como ejercicio de sátira, esta barrera de la ficción resulta ser un arma de doble filo. Sí, es cierto que algunos personajes e instituciones que aparecen en la narrativa son claras representaciones idénticas a sus contrapartes de la realidad, pero esta brecha también sirve para escudar a estos mismos entes de cualquier responsabilidad moral.
Entiendo que también tal vez exista una función pragmática de esta barrera de la ficción para estas películas, como protección legal en caso de que los implicados decidan emprender algún litigio por difamación en contra de la producción. Desafortunadamente, la falta de señalamientos directos contribuye a una cultura de impunidad que se ha arraigado firmemente en un país donde las denuncias son escasas, precisamente por el temor a las represalias.
Aunado a esto, la actitud general de las y los mexicanos hacia la política, dentro y fuera de ella, está permeada de cinismo y apatía. Esto, claro, en mayor o menor medida entre la población, pero es una postura constante nos ha otorgado cierta inmunidad hacia los efectos de la sátira. Lo que realizan los personajes de Luis Estrada, por más absurdas y estrafalarias que lleguen a ser sus acciones, no nos resultan tan inverosímiles porque, en efecto, “así son las cosas” y “siempre ha sido así”. Y es ahí donde, personalmente, creo que la obra de Estrada falla como sátira social.
En la columna pasada (Ver la Historia), argumenté que uno de los objetivos del discurso narrativo de la serie Narcos: México (2018 – ) era el de visibilizar, por medio de la ficción histórica, varios de los eventos que han moldeado a nuestro país. Lo interesante de esta propuesta es que pone sobre la mesa a dichos sucesos y personajes, en vez de sólo sugerirlos y depender de que la audiencia capte las referencias. En esta puesta en escena no hay escape o escudo: un funcionario del PRI apagó el sistema de conteo electoral en 1988, Raúl Salinas de Gortari aparece acosando a una empleada doméstica, agentes de la DEA operaron de manera ilegal y extraoficial dentro del territorio mexicano para vengar la muerte de Kiki Camarena.
No estoy diciendo que estas series son lecciones de Historia Nacional. No dejan de ser obras de ficción y, como audiencia, siempre debemos actuar con suspicacia cuando nos muestran algo que es precedido por la leyenda: “Basado en hechos reales”. Las libertades creativas y las licencias dramáticas, usadas sin consideración, pueden darle un contexto completamente diferente a un hecho histórico y siempre hay que tomar en cuenta que la puesta en escena es, a final de cuentas, un filtro sesgado de la realidad.
Pero sí considero que, en nuestro país, estos ejercicios narrativos pueden funcionar mejor como crítica social que la sátira. Para visibilizar la contradicción moral con la que vive México, no basta con sugerirla a través de paralelismos o insinuaciones. De nada sirve “que ya se sepa” o que “todo mundo lo sabía” si seguimos actuando como si nadie tuviera el conocimiento de nada. La frontera donde termina la sátira es cuando la indiferencia reina como reacción.
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